viernes, 16 de diciembre de 2016

Día 10

Sentada en la terraza del hostel hablando con Leti sin ganas de perderse ese último atardecer en Maresías. La caminata del piso al techo fue una escalera al cielo. El día se despedía compartiendo un rosa brillante, una mezcla perfecta entre fucsia, coral y violeta, algo único, algo que transmitía paz. Tenía frente a sus ojos un dibujo perfecto: cielo, palmeras, árboles y ese aroma tan particular de la primer pitada al mejor viaje de su vida.

Su pareo se transformó en balsa, y el piso en océano. La balsa en quincho y las palmeras en amigos. Acostada mirando al cielo, su realidad fueron cuatro realidades y su dimensión, dos dimensiones.

La separaban, la atravesaban de Norte a Sur y de Este a Oeste, una por arriba y otra por abajo. En una se asomaba la luna y en otra se despedía el sol. En una había ruido, y en otra silencio. Una era similar a un dibujo de acuarelas, mientras que en la otra llovían texturas: pasto, arbustos y pino, mucho olor a pino. Las otras eran horizontales y coloridas, únicamente del piso para arriba, ubicadas exactamente paralelas a su cuerpo.

Ese conjunto de dimensiones y realidades formó un centro de energía perfecta. Eran un millón y medio de pensamientos que iban a la velocidad de la luz. Se sintió segura, se sintió enorme y lo soltó para siempre.
 
No era poder, no era autoridad, ni era egocentrismo, era felicidad. Supo descifrar qué de todo eso valió la pena, supo encontrarle la razón a muchas de las cosas que más la habían lastimado y decidió a quienes quería a su lado a partir de ese entonces.
 
 
Por algo empezó a pensar, por algo se quedó sola, por algo viajó y por algo estaba ahí, en medio de su locura y de su realidad.

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